jueves, 17 de marzo de 2016

El dorso

Le agarré la mano, ni despacio ni fuerte, solamente se la agarré. Le recorrí la palma con la yema de mis dedos y llegué a la muñeca. Presioné sobre la vena esa que siempre llama la atención. Me quedé así un rato, absorta en esa sensación y totalmente ajena a su reacción. Sin pensarlo acerqué su mano hasta mi cara y hundí mi nariz en su piel. Olía tan suave, a un día común y corriente. Cerré los ojos y aspiré. No quería parar, no quería pensar. Yo lo quería tanto tanto a él. Tanto que me dolía el pecho. Desde esa perspectiva suave y pálida elevé los ojos y me encontré con los suyos. Sabía que justamente él, entre todos, no encontraba rara mi actitud. Me sostuvo la mirada y eso a mí no me cansaba, porque si era por mí nos podíamos quedar así una eternidad más, inmersos en nuestra rareza que no entendía ni quería entender nadie más. Porque para mí esos momentos eran hermosos más allá de lo poético, yo estaba encantada con ellos porque durante esos ratos no existía la incomodidad y yo me podía permitir ser egoísta y no pensar en nada más. Cuando estos se daban, existíamos él y yo únicamente, y por esos minutos, aunque fueran pocos, la miseria dejaba de existir.

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